El cero es un número extraño y misterioso. Tiene valor numérico nulo pero significado posicional, como puente o separación, también bisagra o puerta de entrada, entre los números positivos y negativos.
El origen del cero no está muy claro del todo. Aunque se atribuye su primera notación numérica a los babilonios tres siglos antes de Cristo, parece que el concepto del cero ya se utilizaba incluso antes.
A pesar de su valor numérico nulo, en aritmética y álgebra, en cálculo, el cero anula en las operaciones de multiplicación o producto pero lleva al infinito en el producto de un número por el inverso de otro, en la división.
En realidad la anulación del cero es una propiedad numérica o de cálculo pero no conceptual, porque en el producto de cualquier número por cero el resultado es nuevamente cero, que no es un número vacío o nulo, sino una posición, la posición del cero. Es como si al intentar multiplicarse cualquier número por el cero, el cero se los llevara hacía si mismo, hacia la posición del cero.
En la suma el cero deja a otro número inalterado, no lo modifica. Como si sumar con el cero fuera irrelevante y únicamente produjera efectos en el producto, convirtiendo a cualquier número en nulo o en infinito.
Teológicamente, el misticismo judío de la cábala identifica el infinito con Dios (Ayn Sof). De manera que si un número se invierte y hace producto con el cero, es conducido a Dios.
Es evocador y poderoso el simbolismo que recrea esta imagen: si en vez de números consideramos identidades humanas (no curiosamente un número también puede ser una identidad, una igualdad consigo mismo), resultaría que si una identidad pasa del numerador del protagonismo al denominador de la dependencia al dividir a la unidad (pasa a ser un inverso de sí mismo), el producto con el cero lo lleva hacia el infinito, hacia Dios. También podría decirse con la misma alegoría que si algo (alguien) se divide por la nada (el cero) la operación lo lleva al infinito (a Dios).
Considerando su carácter numérico nulo, es tentador identificar al cero con la nada. Matemáticamente sería correcto si esa identificación -tan intuitiva por otra parte- no pretendería a su vez equiparar la nada con la no-existencia. La equivalencia entre el cero y la no-existencia se desmonta a sí misma (el cero existe), igual que se entiende que en el conjunto vacío hay un elemento, el conjunto vacío… que no el cero, que ya sería otro elemento adicional.
Sin embargo, continuando con la cábala, el Ayn Sof, lo absoluto infinito o ilimitado, no tiene existencia, es decir, tiene no-existencia, pues se considera que la existencia es una propiedad de las realidades finitas y no de las infinitas. Y por otro lado, Ayn Sof contiene al Ayn, que podría equipararse a la nada.
Dios contiene a la nada pero como no tiene límites ni existencia, la nada podría ser Dios.
La humanidad, el ser humano, tiene todavía que descifrar numerosas incógnitas sobre la naturaleza y la mecánica de la realidad. Dios podría ser tanto la mayor de esas incógnitas, para quienes consideran que es un concepto a resolver; o una incógnita menor o incluso resuelta, para quienes contemplan a Dios como un artificio producto de las necesidades humanas.
Una de las tesis que propone el libro “Ateos que Creen en Dios“, tal vez algo crípticamente, tal vez algo entre-líneas, es que Dios es bastante más sencillo de lo que la ingente masa conceptual que el pensamiento humano ha vertido sobre su caracterización y (nunca mejor expresado) su personificación nos dejan ver… como si el inmenso conjunto de árboles de significados que hemos sembrado alrededor de Dios no permitiera ver su bosque.
Empleando otra alegoría matemática más, es como si a la ecuación de Dios le hubiéramos añadido numerosas incógnitas (variables) para ofuscar la definición final tan elegante de x=0, Dios es igual a cero.
Esas numerosas variables extra, que ofuscan a la ecuación original, es todo lo humano que hemos puesto en Dios. De forma que la ecuación de Dios parece una compleja ecuación de varias variables cuya resolución es como uno de los problemas del milenio, como si se tratara de la aparentemente sencilla ecuación tras el último teorema de Fermat x^n+y^n=z^n, que con tres incógnitas tardó 358 años en resolverse, hasta que Andrew Willes invirtió diez años de encierro con ella.
Sin embargo, si le quitamos a Dios lo humano de encima, la ecuación aparece elegante y cristalina… la única incógnita que queda se resuelve.